sábado, 30 de abril de 2016

COSTA QUEBRADA (II): un paraíso para los sentidos

La Maruca, 30 de abril de 2.016


Costa Quebrada es un tramo de litoral que constituye una verdadera aula de mar y tierra donde ambos docentes, en un libro de hojas de piedra con trazos de sal, no sólo nos muestran el resultado de su áspera y tierna relación de miles de años, sino que, a través de las huellas grabadas en las rocas de distinto origen, estructura y composición que el mar va desnudando, nos lleva a intuir los procesos que a lo largo de millones de años han dado lugar al relieve de Cantabria.
A lo largo de los escasos veinte kilómetros que separan los arenales de Liencres de la península de La Magdalena descubrimos una excepcional variedad de formas litorales de extraordinaria belleza.



Nos acercamos a La Maruca desde Monte y llegamos al Castillo de Corbanera, un recinto amurallado de estampa neomedieval construido en 1.874 para proteger la ciudad de posbiles ataques durante la Tercera Guerra Carlista (1.872-1.876).


Se trata de una fortificación de planta circular de cincuenta metros de diámetro y muros de un metro de espesor realizada con mampostería aparejada con mortero. Consta de una muralla almenada con aspilleras para fusiles, cuatro torres semicirculares orientadas hacia los cuatro puntos cardinales y una torre central de gruesos muros utilizada como polvorín y cuartel de la guarnición.
De él partían sendos lienzos de muralla almenada -uno hacia la Batería de San Pedro del Mar y otro hacia la Ermita de San Miguel-, destinados a garantizar la protección de Santander frente a un posible ataque de las tropas carlistas.

La plaza nunca fue atacada y una vez finalizada la contienda apenas volvió a utilizarse. Sus muros se han convertido en parte de las viviendas que proliferan a su alrededor -incluso en su interior-, y en la actualidad, pese a haber sido declaro Bien de Interés Cultural en 2.012, es pasto del olvido.


Pasamos de largo. Bajamos al estuario de la ría de San Pedro del Mar y aparcamos junto a una ensenada que en el pasado sirvió de refugio a los recios pescadores de Santander y que hoy da cobijo a un puñado de chalupas que, cuando la marea baja, quedan varadas en el lodo.



Echamos a andar hacia el este y nos acercamos al promontorio en el que hasta hace poco se encontraban las ruinas de la batería de defensa costera de San Pedro del Mar, una fortificación construida en 1.763 con el fin de proteger la costa frente a posibles desembarcos franceses, ingleses u holandeses.



Cuentan que el 13 de agosto de 1.806 atracaron en la ensenada de San Pedro del Mar tres quechemarines ingleses cuyas dotaciones asaltaron la batería obligando a su escasa guarnición a abandonar el fortín. Los ingleses se hicieron fuertes en el reducto volviendo un cañón hacia tierra pero por la tarde la guardia desalojada, con el apoyo de los vecinos, logró rescatarla poniendo en fuga al enemigo que precipitadamente tuvo que reembarcarse y salir de la ensenada aprovechando la marea alta.

En 2.010 se procedió a consolidar aquellos muros que se encontraban en un aceptable estado de conservación y, respetando los volúmenes y trazas originales, se construyó un edificio nuevo destinado a albergar un Centro de Interpretación del Litoral.


Lo cierto es que las ruinas de la batería defensiva fueron arrasadas para levantar un edificio completamente nuevo, totalmente distinto del original, en cuyo interior se trata de concienciar al visitante sobre la importancia de preservar nuestro entorno al mismo tiempo que se dan a conocer las características de nuestra costa, la flora y fauna que habitan en ella y los usos que a lo largo de la historia le ha dado el ser humano.

Subimos a la terraza -accesible desde el exterior del edificio-, y contemplamos una extraordinaria panorámica de la ría de San Pedro del Mar.




A ambos lados del promontorio se extiende la accidentada Playa de la Maruca: pequeña, rocosa e incómoda. La dejamos atrás y echamos a andar por un sendero que se desliza junto a los muros de piedra que cierran las fincas de Monte, salpicadas de chamizos de dudosa legalidad consolidados por el inexorable paso del tiempo y en las que los vecinos del lugar extienden la caloca arrebatada al mar.


Llegamos a la Playa de El Bocal: pequeña, salvaje, de difícil acceso y frecuentada por los amantes del surf...


En 2.006 dos surfistas cántabros, Óscar Gómez y Luis García, descubrieron en las próximidades de esta playa, junto a los discretos acantilados de Las Canteras, un lugar ideal para la práctica de su deporte. En los bajos de Malasmañas, bajo ciertas condiciones de oleaje y marea, cuando la meteorología lo permite, es posible cabalgar una ola gigante a la que bautizaron como 'La Vaca': una ola de gran altura -por encima de los cuatro metros- con una masa de agua brutal que rompe sobre un fondo rocoso descargando toda su potencia a excasos doscientos metros de una zona de costa escarpada llena de peligrosas agujas de piedra.




El paisaje cambia y se vuelve aún más agradable. Los chamizos desaparecen y los prados se estiran hasta acariciar los agrestes riscos batidos por el mar.



Caminamos junto al mar y seducidos por los versos de Matilde Camus -poetisa local-, sentimos en nuestras entrañas el latigazo de un mar que a ratos lame nuestras costas y a ratos las muerde.

En los márgenes del camino nos topamos con materiales que estaba previsto utilzar en la construcción de la polémica Senda Costera cuyo contrato de adjudicación ha sido liquidado recientemente merced a la protesta activa de nuestros vecinos, indignados por la falta de respeto al medio ambiente que presentaba el proyecto aprobado por el Ayuntamiento.

Subimos una discreta loma y nos topamos con una construcción singular: el Panteón del Inglés. Se trata de una edificación encargada por D. José Jackson Veyan, jefe de las instalaciones telegráficas del semáforo de Cueto, al maestro cantero Serafín Llama en 1.892 para honrar la memoria de un amigo fallecido en este mismo lugar.


"Mi estimado amigo de la infancia, William Rowland, nieto del famoso profesor inglés Sir Robert Rowland Hill, coterráneo y gran amigo éste de mi abuelo paterno, era uno de mis más asiduos visitantes durante los meses de estío e incluso en el otoño. Lamentablemente, en septiembre de 1.889, cuando Rowland y yo cabalgábamos tranquilamente cerca del acantilado, mientras el mar, con mayor furia que de costumbre, rompía con estruendo sobre las rocas, el caballo que montaba mi amigo se asustó de tal forma que le derribó. A consecuencia de la fuerte caída sufrió un duro golpe en la cabeza, con rotura craneana, que le produjo la muerte instantánea. En tanto el caballo, por su propio peso, rodaba despeñándose contra las rocas. A petición de la familia, ocupándome de todo y en resistente caja mortuoria, el cadáver de Rowland fue trasladado prontamente a Inglaterra."

Si volvemos la vista podemos ver como la tierra y el mar se funden bajo la atenta mirada de los imponentes Picos de Europa.


Dejamos atrás las praderías de Monte y continuamos nuestro paseo. Frente a nosotros se recorta ya la silueta del Faro de Cabo Mayor, objetivo último de nuestro paseo de hoy.


Pasamos junto a las instalaciones del campo de fútbol de Cueto y observamos como los acantilados van ganando altura, elevándose varios metros por encima del mar y adoptando caprichosas formas entre las que los bravos pescadores buscan acomodo ignorando el peligroso ímpetu de un mar sereno capaz de alterarse en un instante.



Alcanzamos los restos del Puente del Diablo, un emblemático monumento natural que el 4 de noviembre de 2.010 se vino abajo, sucumbieno al inexorable paso del tiempo. Lamentablemente aqueldía la erosión marina provocó el derrumbamiento de un singular arco de origen kárstico que se había convertido en un símbolo más de nuestra preciosa ciudad.







Antes de llegar al Faro de Cabo Mayor nos desviamos hasta un sencillo monolito de piedra coronado por una bonita cruz de acero que se alza frente al mar en memoria de tres jóvenes pertenecientes al grupo de boys scouts de los Salesianos que murieron ahogados en estas aguas el 26 de febrero de 1.978.


Aquel día los muchachos acababan de completar los ejercicios de descenso en vertical que habían venido a practicar en estos acantilados. Mientras sus compañeros recogían el material utilizado ellos se tumbaron sobre las lastras del fondo para descansar y fue entonces cuando una traicionera ola les arrastró hasta el mar llevándoselos para siempre...


Mi mirada se pierde en el horizonte y sobrecogido completo mi paseo. Subo hasta el faro y emprendo el regreso a La Maruca.
Otro día más.

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