viernes, 17 de marzo de 2017

PATRIA: algún día no muy lejano pocos recordarán lo que pasó

Santander, 13 de marzo de 2.017


El verano pasado, mientras paseaba por San Vicente de la Barquera, escuché una tertulia radiofónica en la que exaltaban las virtudes de “Patria”, la última novela de Fernando Aramburu: escritor donostiarra afincado en Alemania desde 1.985.
Apunté el título a mi lista de lecturas pendientes y dejé que el tiempo transcurriese lentamente. El éxito llegó antes de que yo encontrase el momento de enfrentarme a sus seiscientas y pico páginas. Ahora ya toca...


Fernando Aramburu también fue un adolescente vasco expuesto, como tantos otros chavales de su época, a la propaganda favorecedora del terrorismo y a la doctrina en que este se fundamenta. “Patria” creció dentro de él a lo largo de los años, en espera de la ocasión oportuna de ser escrito. Es una novela que surge de la empatía que profesa a las víctimas del terrorismo y del rechazo sin paliativos que le suscitan la violencia y cualquier tipo de agresión dirigida contra el Estado de Derecho.
El autor compone, por medio de la ficción literaria, un testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista en nombre de una patria en la que un puñado de gente armada, con el vergonzoso apoyo de un sector de la sociedad, decide quién pertenece a ella y quién debe abandonarla o desparecer, y muestra el sufrimiento inferido por unos hombres a otros y las terribles consecuencias físicas y psíquicas que padecen las víctimas supervivientes.

Escribe, sin odio, contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias, poniendo de manifiesto la dignidad de las víctimas de ETA en su individual humanidad, no como meros números de una estadística en la que se difuminan el nombre de cada una de ellas, sus rostros concretos y sus señas intransferibles de identidad. Intenta responder a preguntas concretas: “¿cómo se vive íntimamente la desgracia de haber perdido a un padre, a un esposo o a un hermano en un atentado? ¿Cómo afrontan la vida la viuda, el huérfano o  el mutilado tras un atentado de ETA?”. Procura evitar los tonos patéticos y sentimentales, y elude la tentación de detener el relato para tomar de forma explícita postura política. No pretende juzgar a nadie y se limita a construir un calidoscopio del pueblo vasco en el que no caben buenos y malos, solo víctimas, asesinos y cientos de cobardes a los que es demasiado fácil juzgar cuando se está al otro lado de la barrera, allí donde no llega el angustioso olor del miedo…

La misma vecina que evitaba encontrarse con Bittori en la escalera fue la que le anunció que iban a poder vivir en paz porque tres encapuchados con boina habían anunciado frente a unas telas patrióticas el cese definitivo de la lucha armada: ¡ya no iban a matar más! Al llegar a casa se detuvo frente a la foto del Txato: a él ya de poco le iba servir....

Su marido hablaba euskera, no se metía en líos de política y daba trabajo a sus vecinos. Era un hombre laborioso y eficiente, con pocas ideas -pero claras-, y un instinto infalible para los negocios. En el pueblo. todos los vecinos decían que era más listo que el hambre, hasta que, de la noche a la mañana, dejaron de mencionarle en sus conversaciones, como si nunca hubiera existido. Él era consciente de que solo tenía tres opciones: pagar, emigar o jugársela...

El día que le asesinaron llovía. Era un día laborable, gris, de esos que parece que no terminan de estirarse, en los que todo es lento, está mojado y da lo mismo la mañana que la tarde: un día normal.
Bittori y sus hijos ni siquiera pudieron enterrar su cuerpo en el pueblo: ¡tuvieron que esconderlo en San Sebastián! Después se mudaron a la ciudad para perder de vista la acera donde le mataron, para no tener que pasar cada día por delante de las pintadas en las paredes y ver la diana dibujada encima del nombre del difunto y para evitar las miradas torvas de unos vecinos que hasta hace muy poco eran amables con ellos.
Se convirtieron en satétiltes de un hombre asesinado y sus vidas comenzaron a dar vueltas alrededor de un crimen que se convirtió en un foco incesante de pena y dolor.


Tratar de entendeder la lógica del terrorista es algo que no tiene sentido; su única función es hacer daño... Todo es delirio, y probablemente un negocio: un carnaval de muerte que esconde el desánimo, la amargura y el miedo de muchos.
El nacionalismo, envenenador de conciencias, lanzó por la senda del crimen a multitud de vascos que, engañados, cambiaron sus trabajos, sus amigos y sus familias por promesas vacías que habrían de conducirles a la carcel, o a la tumba, convirtiéndoles en mártires arrebatados a sus seres queridos para montar numeritos patrióticos con intenciones políticas que alimentabann el odio y arrastraban a los más ingenuos a las armas: jóvenes que hicieron mucho daño en nombre de unos principios que otros idearon, y ellos asumieron. Fueron víctimas de una estafa y mataron para nada, dejando viudas y huérfanos por todas las esquinas… A muchos les habría gustado que aquello no hubiera ocurrido, pero pedir perdón es difícil: exige más valentía que disparar un arma o accionar una bomba; si pudieran volver atrás lo harían, pero no pueden...

Los asesinatos de la banda terrorista se convirtieron en una rutina que embotaba los órganos de la indignación y la pena. Miles de cobardes se manifestaban en favor de ETA, dejándose ver en manada para vivir con traquilidad en el país de los callados mientras murmuraban, sin que les oyesen, que el derramamiento de sangre era una salvajada inutil que no serviría para construir una patria.

Se sucedieron los años, las lluvias, las bombas y los tiros…
Todos sufrieron por culpa de un conflicto que mató a unos pocos. La cobardía de muchos y el miedo de casi todos arruinó sus vidas. Ahora dicen que se acabó, pero: ¿qué es lo que se acabó? Algún día no muy lejano pocos recordarán lo que pasó... 

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