jueves, 26 de octubre de 2017

CAMINO LEBANIEGO: un paseo por el bosque (II)

Potes, 28-30 de julio de 2.017


Madrugamos, revisamos nuestras mochilas y nos desplazamos hasta San Vicente de la Barquera. Pasamos por el albergue para peregrinos, sellamos nuestras credenciales y nos acercamos a la Iglesia de Santa María de los Ángeles, que se alza orgullosa frente a los Picos de Europa, dominando toda la villa. ¡Aquí comienza todo!




Dejamos atrás las marismas de San Vicente y nos dirigimos hacia el sur, caminando sobre un asfalto muy poco transitado. Cruzamos la autovía para llegar a La Acebosa y, desde ahí, subir el alto de la Rejoya y buscar el Hortigal.


En dicha localidad se encuentra la bifurcación de la antigua ruta lebaniega con el Camino del Norte; nosotros ignoramos el desvío y nos decantamos por el nuevo itinerario propuesto por el Gobierno de Cantabria en 2.014 para dar a conocer algunos lugares de singular belleza de nuestra geografía a costa de recorrer solo unos pocos kilómetros más.

El camino pasa junto a la Torre de Estrada, un pequeño rincón que rezuma encanto medieval. El conjunto, rodeado por una pequeña muralla defensiva, consta de una torre de planta cuadrada que se eleva hacia el cielo aprovechando el desnivel del terreno cuyo origen se remonta al siglo VIII -aunque fue reconstruida en el siglo XII- y de una pequeña capilla del siglo XIII dedicada a San Bartolomé.


Poco después llegamos a Serdio y la curiosiad nos empuja hasta las puertas de su albergue. A estas horas del día ya está vacío: huele a ‘tigre’ pero está bastante limpio… Continuamos la marcha y apenas un kilómetro después abandonamos definitivamente el Camino del Norte.


Una pista nos conduce hasta Muñorrodero, una pequeña localidad encajada entre el río y la carretera. Aquí arranca un cómodo sendero de singular belleza que a lo largo de catorce kilómetros coquetea con las cantarinas aguas del Nansa: la Senda Fluvial del Nansa.






Caminamos por la margen derecha del río, entre hayas y encinas, pasamos junto a un puñado de refugios para pescadores, y llegamos a la central hidráulica de Trascudía.


El terreno se vuelve más abrupto. Abandonamos momentáneamente el sendero y ascendemos al Mirador del Poeta desde donde tenemos ocasión de disfrutar de unas vistas excepcionales.


Volvemos sobre nuestros pasos. Regresamos al camino y, al llegar a la localidad de Camijanes, cruzamos el río y abandonamos la senda, cuyo recorrido aún se prolonga siete kilómetros más.


El camino pica hacia arriba. Nos acercamos a Cabanzón y nos detenemos a charlar con un simpático agricultor de la zona. Nos comenta que ser capaces de hablar con él sin perder el resuello es síntoma de que no nos va a costar llegar a nuestro destino. “Ya habéis pasado lo peor”, dice. Sabemos que miente, pero hacemos como que no y le creemos...


Desde Cabanzón, el asfalto desciende directamente hasta Cades, aunque nosotros preferimos tomar un camino alternativo señalizado junto a la carretera para pasar frente a las ruinas de la Iglesia de San Pedro. Sus orígenes se remontan al siglo XIII y, pese a que su tejado se ha derrumbado y la vegetación se ha adueñado de su interior, aún conserva una graciosa espadaña con dos troneras rematadas con sendos arcos de medio punto.



Pese a habernos desviado, no tardamos en llegar a nuestro destino. Hacemos un alto junto al albergue para peregrinos de Cades y buscamos un sitio donde comer. Una vecina del pueblo nos recomienda el hotel Casona del Nansa y para allá que nos vamos. Está cerca, pero no tanto, y entre idas y venidas sumamos un kilómetro más a nuestro plácido paseo. Nos quitamos las mochilas y reponemos fuerzas degustando un sabroso cocido lebaniego: ¡el menú del peregrino!



Cades es el punto final de los veintiocho kilómetros y medio propuestos por el Gobierno de Cantabria para la primera etapa del Camino. Pero nosotros, antes de convertirnos en peregrinos, quisimos asegurarnos un buen colchón en el que descansar y, dado que no sabíamos lo demandados que iban a estar los albergues en esta época del año, reservamos una litera en Lafuente -el único lugar en el que admitían reservas-, así que la jornada aún no ha terminado: esta noche dormiremos cómodos, pero lo haremos a costa de diez kilómetros más…

Con el estómago lleno, recogemos las mochilas y echamos a andar de nuevo. Pasamos frente a las puertas de la Ferrería de Cades -rehabilitado conjunto del siglo XVIII que incluye, además de la propia ferrería, dos molinos harineros y una panera-, y avanzamos por una carretera de montaña muy poco transitada.


Durante un trecho caminamos junto al río Nansa. La carretera pica para arriba y llegamos a un mirador desde el que contemplamos el Embalse de Palombera, situado en una zona de agreste belleza, rodeado de escarpados farallones calizos y en cuyas orillas se localizan dos interesantes cavidades con muestras de arte rupestre paleolítico: las cuevas del Chufín y Micolón.



Nos despedimos del Nansa para dejarnos acompañar por uno de sus afluentes: el río Tanea (o Lamasón). Atravesamos Venta de Fresnedo y llegamos al cruce de Quitanilla. Frente a nosotros, en un alto, se alza la iglesia de Sobrelapeña.


Tres largos kilómetros nos separan aún de Lafuente…
Alcanzamos las primeras casas del pueblo y llegamos a la iglesia románica de Santa Juliana, un sencillo edificio de una sola nave con ábside semicircular cuyos orígenes se remontan a finales del siglo XII.



Pasamos de largo y nos dirigimos al barrio de Los Pumares, donde se encuentra el albergue que buscamos, un edifcio de dos plantos regentado por un joven polaco de pocas palabras.
Nos descalzamos y accedemos al interior del albergue. Escogemos cama, nos damos una ducha y atendiendo a las recomendaciones de otros peregrinos nos desplazamos hasta un lavadero situado en las proximidades para mojarnos los pies. El agua está muy fría -tanto, que duele-, pero poco a poco parece que nos habituamos y al final la experiencia resulta hasta placentera.
La cena -un potaje de lentejas con verduras-, se sirve a las ocho. Todavía es pronto así que buscamos el bar del pueblo y pedimos un par de cervezas bien frías. Como quien no quiere nos hemos metido entre pecho y espalda cuarenta kilómetros de caminata: ¡esto hay que celebrarlo!


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