miércoles, 20 de diciembre de 2017

EL ESCLAVO DE VELÁZQUEZ: la mirada de un hombre libre...

Santander, 19 de diciembre de 2.017

El décimo capítulo de la tercera temporada de “El Ministerio del Tiempo” incluye una escena en la que Velázquez se lamenta del trato que en su día dio a su esclavo morisco, Juan de Pareja… 


Este singular personaje, que existió de verdad, fue retratado por el artista sevillano durante su segundo viaje a Roma, ciudad a la que el rey le había enviado con el fin de adquirir estatuas y pinturas con las que vestir el nuevo palacio de Madrid.

“Juan de Pareja”, Velázquez (1.650)
(Museo Metropolitano de Arte, Nueva York)

Velázquez retrata a Juan de Pareja de medio perfil y con la cabeza ligeramente girada hacia el espectador, al que mira con fijeza. Viste con elegancia capa y valona con encajes de Flandes. La luz incide directamente sobre la frente y se difunde con brillos broncíneos por la tez morena. La figura se recorta nítidamente sobre el fondo neutro a pesar de su reducida gama cromática, en la que dominan los verdes de distintas intensidades. El gesto es altivo y seguro. La mirada ladeada, especialmente, refleja ese carácter altivo y serio con el que Velázquez consigue dotar de dignidad a personajes que por su profesión o condición carecen de ella en la consideración social.

Me pica la curiosidad. Enredo en internet y descubro que, en 2.014, el editor y traductor madrileño Fernando Villaverde, especializado en historia del arte y de la arquitectura, publicó “El esclavo de Velázquez”, una novela que recrea la vida de Juan de Pareja y las circunstancias en las que el artista sevillano pintó su retrato, mezclando la ficción con los pocos datos que se tienen de él, y aprovechando la coyuntura para deslizar algunos detalles de la vida y obra del genial don Diego de Silva y Velázquez. Me lo apunto…


El 3 de marzo de 1.650, cuando don Diego de Silva y Velázquez le pidió a Juan Pareja que posara para él, este apenas supo como reaccionar. “Te pondrás el jubón de terciopelo, la capa de bayeta oscura y la banda que están en mi aposento, y esta valona de Flandes que te traigo”, le dijo…
Su amo solo le había tenido que llamar la atención una vez, pero él no sabía cómo colocarse y tenía la sensación de estar moviéndose más de la cuenta. “¿Por qué ha de retratarme a mí? -se preguntaba-. Un encargo no puede ser, pues quién va a desear el retrato de un esclavo, ni mucho menos un obsequio, que pueda ofender al obsequiado. Para él tampoco puede ser, ya que don Diego pinta siempre para otros, y solo en dos o tres ocasiones le he visto guardar en un rincón del taller una tela que se le resistía. Para mostrarlo tampoco es probable que sea, pues el pintor principal del rey de España no tiene que demostrar nada a nadie, ni medirse con ningún otro artista. Si al menos pudiera verlo…”

Juan nació siendo un esclavo. Su padre fue un morisco de Antequera que, cuando el rey publicó el bando de expulsión de sus hermanos, preferió ofrecerse como cautivo a algún cristiano viejo antes que cruzar la líquida frontera e iniciar una vida nueva en un país extraño. El 20 de septiembre de 1.609, Hacem Abonabó Pareja, tragándose su orgullo, llamó a la puerta del palacio de la Peña de los Enamorados y se presentó ante Jerónimo Matías de Rojas y Rojas, señor de la villa del Rincón de Herrera y Alimanes, para ofrecerle sus servicios a cambio de nada. Don Jerónimo le puso al cargo de una tierra que tenía medio abandonada y le permitió instalarse con su mujer, que estaba encinta, en un chamizo que allí había. La finca prosperó, y Hacem, que se había ganado el respeto de todos, acudía una vez al mes a palacio para dar cuentas al administrador de cómo iba la tierra, y aprovechaba la ocasión para presentar sus respetos a don Jerónimo y renovar su promesa de lealtad.
Cuando su hijo Juan cumplió cinco años empezó a llevarle con él. El pequeño comenzó a frecuentar la casa grande y se convirtió en parte del paisaje y la vida del palacio, pues a don Jerónimo, tan poco atareado como la mayoría de los de su condición, le gustaba entretenerse con él. Le leía historias ejemplares y se preocupaba por la salvación de su alma, pero el pequeño prestaba más atención a los cientos de cuadros que llenaban las paredes de la casa. Le gustaba quedarse parado ante aquellas pinturas en las que aparecían hombres y mujeres vestidos de manera estrafalaria -cuando no desnudos-, caballos y otras bestias, armas, trofeos…, y soñar con las insólitas aventuras que envolvían.

En 1.623 don Jerónimo se trasladó a Sevilla para visitar a su amigo Francisco Pacheco, en cuyo taller había hecho su aprendizaje el joven Velázquez. Hacía este viaje todos los años, pero en esta ocasión quiso el pequeño Juanelo fuera con él…
Hacía poco que el ambicioso yerno de su anfitrión había viajado a Madrid para intentar por segunda vez ingresar en la corte y convertirse en pintor de su majestad. Sevilla se estaba quedando pequeña para él y parecía que esta vez iba a conseguirlo. Su esposa y su hija tenían previsto reunirse con él en la capital del reino en cuanto se confirmase la noticia. El joven matrimonio iba a necesitar aumentar el servicio, así que don Jerónimo y Pacheco, sin contar para nada con los padres del muchacho, acordaron que el pequeño Juan viajara con ellas para servir a don Diego…

Sevilla, 16 de octubre de 1.623
Sepan cuantos esta carta vieren cómo yo, Jerónimo Matías de Rojas y Rojas, vecino de la villa de Antequera pero estante al presente en esta villa de Sevilla, otorgo y conozco que cedo a  un esclavo mío, natural de la nación morisca, nacido en Antequera, hijo del por nombre Hacem Abonabó Pareja -también esclavo mío por su propia voluntad-, que ha por nombre Juan Abonabó Pareja -o Juan de Pareja por nombre cristiano-, mediano de cuerpo, de tez aceitunada o casi loro, de edad de trece años poco más o menos, y vos lo aseguro que no es ladrón, borracho ni fugitivo, ni ha cometido otro delito alguno, ni es endemoniado, ni tiene mal ni otra enfermedad encubierta, ni manquedad ni deformidad alguna, ni está hipotecado a deuda, y es de mediana lección.
Por tal vos lo cedo a Diego Rodríguez de Silva Velázquez, pintor, vecino de Sevilla en la collación de San Miguel, ausente y representado por su mujer, Juana Pacheco, hija de Francisco Pacheco, con quien contrajo matrimonio el 23 de abril de 1.618 en la iglesia de San Miguel de esta villa, según consta en el registro de la dicha parroquia, por precio ninguno.

Juan de Pareja fue cedido al taller del artista sevillano a cambio de nada, convirtiéndose así en esclavo de don Diego de Silva y Velázquez y de su esposa, doña Juana.
Viajaron a Madrid, como estaba previsto. La capital le parecía una ciudad interminable y le proporcionaba una sensación de libertad que nunca antes había sentido. Sus nuevos amos le trataban bien, y las faenas que le mandaban no eran duras. Comenzó ayudando a la señora en las labores propias del hogar y hubieron de pasar varios meses antes de que don Diego se decidiera a llevarle con él al obrador para convertirlo en su ayudante. Aprendió a limpiar los pinceles, aparejar los lienzos, aplicar imprimaciones, moler tierras y preparar aceites, y empezó a soñar con la posibilidad de convertirse, algún día, en pintor.

Le gustaba observar cómo trabajaba el maestro: cómo mezclaba y superponía los colores, cómo aplicaba la pincelada, cómo manejaba la materia y su densidad… Juan, que había tenido ocasión de ver como trabajaban otros pintores de palacio -sobre todo Carducho-, apreciaba las diferencias: don Diego era un pintor distinto, singular, y se alegraba de estar a su servicio. Cuando su amo se dirigía a él utilizaba cada vez más la primera persona del plural, y Juan que lo había notado, sentía cierto orgullo, como si los cuadros que pintaba fueran el producto de un equipo indisoluble al que él pertenecía...

El lienzo y los pinceles formaban parte todavía de un mundo inalcanzable para él, pero había empezado a dibujar. El maestro le había prometido que cuando le mostrase dos o tres cosas correctas le dejaría probar el óleo en unas tablejas que guardaba en el trastero del taller. Practicó con tenaz determinación en el obrador de palacio, en casa y hasta en la calle o en los jardines los días de asueto, sin desalentarse por las dificultades que encontraba en algo que veía hacer a don Diego con pasmosa facilidad. El trabajo constante fue dando sus frutos, y un día se animó, por fin, a enseñarle al amo ocho o diez bocetos: sus composiciones más correctas. Sus dibujos no disgustaron al maestro, que poco después le llevó con él a Roma, donde tendría ocasión de descubrir la obra de los grandes maestros del Renacimiento.

“¡Ya estamos terminando!”, exclama el maestro…
Sus palabras devuelven a Juan de Pareja al vértigo y al desconcierto. “Para que habrá querido pintar a su esclavo morisco”, se pregunta.
Se acerca a ver el cuadro y llora al verlo terminado. Siente que, gracia a él, será alguien para siempre…
El fondo, sobre todoa en la zona derecha, es una capa de pintura tan ligera que casi se aprecia bajo ella la impresión del lienzo. Las ropas, las manos…, están apenas esbozadas, pero el cuadro está acabado. Los ojos dan vida al retrato. No es la mirada de un esclavo…

Roma, 23 de noviembre de 1.950
El ilustrísimo señor Diego de Silva y Velázquez, declarando haber mantenido durante muchos años en su poder como cautivo a Juan de Pareja, hijo de otro Juan de Pareja, de Antequera, en la diócesis de Málaga, queriendo mostrarle su gratitud por su buena servidumbre y considerando que no puede hacer nada más grato para él que concederle la libertad, por las antedichas y otras causas, da voluntariamente y en el mejor modo, como donación irrevocable entre vivios, al dicho Juan de Pareja en persona, y mucho más que agradecido, y a sus hijos y descendientes hasta el infinito, aun ausentes, la libertad…

Juan de Pareja regresó a España convertido en un hombre libre, aunque aún habría de permenecer cuatro años más al servicio de la familia de Velázquez. En 1.654 se estableció como pintor independiente en un modesto aposento con taller y, hasta que consiguió encargos de cierta importancia, se ganó la vida pintando pequeños cuadros de devoción, para los que siempre había mercado en el Madrid de la época.
Sus mejores obras datan de la década de los sesenta. Para entonces era ya un pintor de cierto nombre. Murió en 1.670, lamentándose de que su maestro no hubiera podido ver sus trabajos más correctos… 

“La vocación de San Mateo”,
Juan de Pareja (1.661)
(Museo del Prado, Madrid)

 
“El bautismo de Cristo”,
Juan de Pareja (1.667)
(Museo de Bellas Artes de Huesca)

“Retrato del arquitecto José Ratés Dalmau”,
Juan de Pareja
(Museo de Bellas Artes de Valencia)

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